miércoles, 14 de febrero de 2007


Cerré los ojos por un momento.

Me visioné con surcos en la frente y muchas historias taladrando el alma, marcando en el mapa de mi rostro, cada arruga que talló mi destino.
Salí a la puerta, mientras la brisa marina azotaba mi cara y me cerraba placidamente los ojos.
Observé al mar en su majestuosidad:
Solitario, profundo y misterioso, meditabundo como yo.

Desde mi casa de madera divisé a una mujer que se acercaba lentamente, devorando brisa y playa. Venía espectante como si el mar la hubiera llamado para consolarla, para depositar un beso sobre aquella trajinada piel, para robarle sal virgen de sus lágrimas cristalinas.
El manto marino estaba en calma porque al fin acariciaba esos pies descalzos que tantos caminos habían recorrido.
Miré fijamente a la mujer que se acercaba. Se me dibujaba ligeramente en el archivo nebuloso de la memoria. Cuando la tuve frente a mí, navegué en el mar de sus ojos. Su sonrisa cansada pero
sincera e inmensa acompañó al atardecer herido de gaviotas y dio paz a mi alma.

Entonces yo, la recordé como recordaba a las flores de la montaña, a las noches solitarias, al silencio adolorido, a la música inmortal.
La abracé y cerré los ojos eternamente, con la nariz hundida en sus cabellos.

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